Chicán, Yuc., 4 de septiembre.-

De grandes hazañas humanas se escribe y se habla a diario con profusión. De los portentos de pueblos enteros por sobrevivir en condiciones de alta marginación, poco, si no es que nada. En Chicán, 640 indígenas mayas se comunican a señas inventadas por ellos mismos para criar a 18 de sus sordomudos.

En un resquicio de la selva de Yucatán, inexistente en el imaginario de los políticos, se cuentan los 18 sordomudos; hace 25 años eran 130. Se han ido muriendo por causas prevenibles o naturales.

Chicán es una comisaría del municipio Tixméhuac, enclavado en la selva del cono sur de la inconmensurable planicie yucateca. Son 640 niños, jóvenes, adultos y ancianos orillados por la pobreza a la marginación y al precario autoconsumo. Se comunican con los sordomudos a señas mediante un lenguaje inventado por ellos, que nada tiene que ver con el método universalmente usado.

 

Pobreza en el verdor

Cuando se transita por la carretera Mérida-Chetumal el conductor y sus acompañantes saben o por lo menos intuyen que a sus costados, en el interior de la selva, la pobreza hace mella entre miles de personas. Al desviarse sobre una carretera secundaria de un solo carril, con el pavimento de cinco centímetros de grosor, hundiéndose y formando cráteres sobre la plancha de grava y chapopote, rumbo a Kimil, resulta difícil pensar que en esas condiciones de soledad y abandono puedan vivir más personas e incluso kilómetros adelante.

 

Es Chicán la comisaría –fundada no se sabe exactamente cuándo–, los habitantes saben que tres familias, los Ek, los Chi y los Canté, llegaron hace, por lo menos 100 años al lugar que –hoy también– el tiempo, el desarrollo, la tecnología, la educación, el crecimiento de las grandes metrópolis y la economía han ignorado.

En aquel tiempo –inicios del siglo pasado– las tres familias se asentaron en un descampado que forma una pequeña colina. Erán católicos y fueron los únicos en habitar en esas tierras para sembrar maíz, para autoconsumo. El grano lo utilizan sólo para sobrevivir: Este año apenas hubo buena cosecha; pero en los dos que pasaron nos fue mal; sembramos calabaza, un poco de espelón (variedad de frijol de origen africano, traído a la península por los conquistadores españoles) y un poco de maíz, recuerda, lacónica, la señora Patricia Co.

Aquellas primeras familias pobladoras, que ya tenían lazos de parentesco, se unieron aún más al aceptarse matrimonios entre sus hijos.

Los descendientes de las primeras parejas presentaban problemas de audición y habla. El primer niño sordomudo de la comisaría –quien aún vive y se llama Teodoro– ya es un anciano de 86 años que es auxiliado por todos en el pueblo. Se le respeta con reverencia; es don de gente, dicen por acá. El viejo es sonriente; ni su dificultad para caminar lo desanima, continúa alegre mostrando su escasa y deteriorada dentadura.

Él fue uno de los primeros sordomudos que comenzaron a inventar un código de señas. Lo hacía con sus mayores, y mientras más niños nacían con esa dificultad su práctica se extendió en la comisaría. Su lenguaje ha dejado perplejos a especialistas estadunidenses y canadienses, quienes han permanecido en Chicán para descifrar la comunicación de estos indígenas mayas.

Desde aquellos años, cuando se data la fecha de nacimiento del anciano Teodoro, Chicán ha sido relegado de toda acción seria de los gobernantes para dotarlos de opciones de vida, más allá de la calabaza, el espelón o el maíz. Hace 10 años les entregaron aparatos especiales de audición; no hubo seguimiento y el deterioro acabó con ellos. También les dieron una ayuda económica de 800 pesos al mes que desapareció hace cinco años.

Apenas hace dos décadas se abrió el camino que lleva a Chicán. Antes el ingreso era tortuoso. Sus habitantes caminaban desde la autopista o utilizaban, cuando era posible, camionetas de doble tracción.

Fue hasta hace 26 años que la historia de los sordomudos de Chicán fue documentada por Félix Gaspar Ucan. Cuando este periodista acudió a la comisaría se contaban 130 niños, mujeres y hombres sin escuchar ni hablar, pero se comunicaban a señas, y no sólo entre ellos. Todo el pueblo lo hacía, porque en cada casa tenían uno o más sordos.

A principios de los años 90 del siglo pasado la conseja popular señalaba como responsable de la sordera a la unión en matrimonio entre primos y familiares cercanos. “Decían que sólo faltaba que nos saliera cola de keken (cerdo)”, dice José Coi, también sordomudo y ríe hasta doblarse.

Se les acusaba, en una sociedad tan conservadora como la yucateca, de ser producto de uniones antinaturales. Los especialistas estadunidenses que iniciaron por entonces sus estudios sobre el peculiar caso del pueblo de sordomudos, concluyeron que no se trataba de una afectación genética. Era consecuencia de la reducida dosis de ácido fólico en la sangre de las futuras madres.

Para los habitantes de ese villorrio, donde bailan jarana tanto sordomudos como los que no tienen problemas auditivos, porque no hay segregación ni exclusión, sino acompañamiento de la mayoría con sus discapacitados, el problema tiene nombre y apellido: ausencia de acciones de los gobernantes, que se traduce en la visita de una médica al dispensario de la comisaría cada dos meses.

Hoy en Chicán quedan 18 sordomudos; antes había más, pero se han ido muriendo. El último que nació con esta discapacidad se llama Cruz Alexis Coi Coi. Desde entonces ya no han nacido niños con ella.

Pero a sus habitantes nadie les ha dado certeza del origen de la sordera. Hay doctores que dicen que es hereditaria, y los últimos que vinieron hace dos años dijeron que era por falta de ácido fólico; a lo mejor es por eso o lo de la herencia, hasta ahorita no han acertado. Hemos aprendido a hablarnos con señas para comunicarnos; yo tengo un hijo de cinco años y ha aprendido, porque mi hermano es sordumundo, y tengo también cinco tíos que son sordomudos, resume la señora Co.

Éste es un pueblo tan pobre que se tiene que pedir prestado al municipio de Tixméhuac un camión suburbano –que fue donado por Jorge Carlos Ramírez Marín– para salir del aislamiento. Hoy, a media semana, los sordomundos se organizaron para ir a Tixcuytum para asistir a una muestra de comida originaria nutriente y sin grasa, la que comían nuestros antepasados, se expresan con señas.

 

Inventamos nuestras señas

–¿Cómo viven ustedes aquí?

–Es nuestro solar –y todos quieren decir algo–, nuestra tierra, aquí nacimos. Los demás nos tratan bien, así como a las personas que hablan. Nos llevamos con todos, nos acercamos con todos y todos se comunican, porque nosotros inventamos nuestras señas, porque las señas que utilizan en las ciudades no las entendemos. El primer sordomudo es don Teodoro, tiene 86 años; es el hermano menor de mi abuelito, que se murió a los 90 años. La vida de las mujeres es de campo, hay casadas y solteras; van a la milpa, traen la leña, hacen el nixtamal, todos trabajan de todo; mueven brazos, las manos, gesticulan y se ríen por la cara de asombro de quien les pregunta.

El modo y las costumbres de vida no han cambiado en 100 años. Apenas se ha colocado piso firme a algunos cuartos de cuatro por cuatro. La mayoría duerme en casas de techo de palma y paredes de bajareque relleno de lodo y piso de tierra. A un costado, la cocina es la misma de siempre: un fogón con cuatro piedras para sostener la leña y a un metro una mesa de madera con 30 centímetros sobre el nivel del suelo.

Mujeres que esperan a sus maridos (sordos o no) para que regresen a las 10 de la mañana o al mediodía, después de haber salido a las cuatro de la madrugada a trabajar la milpa. Los niños y bebés mocosos comen espelón y un caldo de pescuezo de gallina, aderezado con el cebollín o el perejil, que siembran en ollas de fierro viejo sobre las alabarradas de sus precarias viviendas.

En medio de esto, una vez que llegó el camión –con tres horas de retraso– a recoger a los sordomudos, éstos se despiden a señas mientras el resto del pueblo se prepara para comer, y para el descanso, que se extenderá hasta las cuatro de la madrugada del día siguiente, para seguir con su vida de pobres extremos.